Hace unas semanas, estudiantes de secundaria, a través de la UPN Saltillo me invitaron a su podcast Exprésate para hablar sobre mi carrera. Entre las preguntas, una resonó: "¿Por qué estudió gestión sociocultural y de qué se trata?". Mi respuesta improvisada me dejó reflexionando: tras 30 años de trabajo en comunidades, entendí que esta profesión no es solo administrar recursos, sino tejer puentes entre teorías académicas y las urgencias vitales de la gente.
La gestión cultural es una herramienta crítica para construir sociedades más justas. Su esencia radica en vincular identidades, rescatar memorias colectivas y catalizar transformaciones sociales. Teóricos y agentes prácticos han cimentado este campo como un espacio interdisciplinario donde confluyen educación, política, arte y sostenibilidad.
Los pilares conceptuales de la gestión cultural moderna se sostienen en una red de pensadores que, desde distintas trincheras, han tejido un entramado de ideas sobre interculturalidad y comunidad:
Gilberto Giménez: En Teoría y análisis de la cultura, define la cultura como un proceso dinámico. Su enfoque inspira políticas que respetan la diversidad sin folklorizarla, como la educación bilingüe en Chiapas, donde el español y las lenguas indígenas coexisten en igualdad.
Eduardo Nivón Bolán: Critica la centralización de recursos y propone la "cultura como espacio de vida", priorizando prácticas cotidianas sobre megaproyectos. Su legado late en talleres comunitarios en Oaxaca y festivales autogestionados en favelas brasileñas.
Néstor García Canclini: Con su teoría de la hibridación cultural, desmontó mitos de pureza identitaria. Su visión se materializa en el Museo de la Ciudad de México, donde arte popular y tecnología dialogan.
Jordi Tresserras y Xavier Medina (España): Demuestran que el patrimonio puede ser recurso económico sin explotación. Ejemplos: la Ruta del Cacao en América Latina y la dieta mediterránea como Patrimonio UNESCO.
Lucina Jiménez y Alfons Martinell: Pioneros en profesionalizar el sector, vinculan educación artística con derechos humanos. Faros como Arte para la Convivencia o la Cátedra UNESCO de Turismo Cultural guían este camino.
Mis maestros mexicanos: José Antonio MacGregor reclama una gestión descolonizadora, donde el gestor "aprende con los pies en el barro". Y Liliana López Borbón expone cómo las jerarquías de género y etnia marcan este campo, proponiendo una "cultura del cuidado".
La interculturalidad no es solo un término académico, es una metodología de trabajo. Implica reconocer que todas las voces —indígenas, migrantes, urbanas, rurales— tienen algo que aportar y deben darse en espacios donde el diálogo horizontal reemplace a la imposición vertical.
Sin embargo, a pesar de los avances, la gestión cultural enfrenta tensiones, como la gentrificación cultural, la brecha digital, el neoliberalismo cultural y la brecha de género siguen siendo un reto para dar continuidad a lo avanzado.
La gestión cultural del siglo XXI debe romper con modelos eurocéntricos y priorizar saberes locales. Ser sostenible, tecnocrítica y políticamente comprometida. Como señala Alba Colombo, los gestores deben ser “agitadores sociales” que cuestionen el statu quo.
La gestión cultural no es una carrera, sino un compromiso. Estos y otros teóricos no sólo han escrito libros; han inspirado redes de resistencia y esperanza. Desde las favelas de Río hasta las tejedoras de Oaxaca, sus ideas se materializan en proyectos que demuestran que otra globalización es posible: una donde la cultura no se consume, se vive.
En un mundo fracturado por guerras, migraciones forzadas y crisis climáticas, los gestores culturales son más necesarios que nunca. Son ellos quienes, con sus manos —y sus teorías—, pueden tejer los hilos rotos de la humanidad.
Nos vemos la próxima semana.
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