En alguna ocasión, no recuerdo fechas ni personajes, hablábamos sobre todo lo que gira en torno a una mesa, lo que significa su espacio para una familia. En ella no sólo se preparan, sino que se consumen los alimentos, se bebe la taza de café, se leen las noticias, se recibe a los seres queridos, es un lugar para el encuentro y el diálogo, para desahogar las tristezas solo y en silencio o llorar bajo los brazos de algún otro miembro familiar; en la mesa se da (o se daba) la convivencia diaria. Más que otro lugar de la casa, la mesa del comedor o mejor aún, la de la cocina, es (o era) el testigo de las alegrías y penas de todos los integrantes, por lo tanto es (o fue), por mucho tiempo, un lugar privilegiado para toda la familia.
En estos días he tenido la oportunidad de caminar por una de las calles más antiguas de la ciudad, una de mis calles favoritas, la de Bravo, sí, esa por donde El Piporro cantaba que bajaba Agustín Jaime a caballo; he podido ver con un poco más de detenimiento sus fachadas, las grietas de sus construcciones, los detalles, los cambios de material, la herrería y el diseño de sus entradas. Algunas edificaciones están fechadas, la más antigua data de 1898, otras han sido remodeladas, las más, no tienen fecha, pero su deterioro deja ver que han pasado décadas abandonadas a la buena de Dios. Por esa calle está la vieja casona de don Rubén Herrera, marcada con el número 8 de otros tiempos, también hay un letrero de La logia masónica de Saltillo y lo que algún día fue la biblioteca Elsa Hernández de De las Fuentes, hoy un anexo del Centro Cultural Vito Alessio Robles, está numerada con el uno, como si Saltillo se partiese en dos, bajando la de Aldama.
Siempre me he preguntado qué pasa con las casas cuando se cierran, cuando son demolidas o cambian su tipo de uso de hogar a oficina o negocio. Siempre he tenido la convicción de que las casas guardan la energía de esos sucesos familiares que entrañan historias de vida. El casamiento, el nacimiento, el desarrollo, la enfermedad, el aprendizaje, el juego, la conversación, la lectura, la música y la pérdida, dicho en palabras resumidas: la vida cotidiana; todo aquello que somos, lo que nos conforma, lo que nos hace ser humanos, personas buenas o malas, las miserias y las bendiciones.
¿No son estas cosas las que conforman la narración oral familiar que poco a poco convierte una costumbre en tradición? ¿La que conforma parte de la genealogía del grupo? ¿La historia contada que se transmite de generación en generación? ¿La que, en conjunto con el de al lado va formando la identidad del barrio y la comunidad? ¿La que entrelaza las relaciones y construye la cultura particular de un espacio y un momento?
Cuando veo una edificación que alguna vez fue el hogar de alguien me pregunto automáticamente a dónde van las historias que se contaron sobre la mesa de esa casa, dónde quedó aquello que se soñó en sus recámaras, qué rumbo tomaron las risas en los momentos de celebración y las lágrimas que se derramaron en los momentos de debilidad e, irremediablemente no puedo evitar cuestionar qué fue de las ilusiones de quienes fundaron esa familia o construyeron ese hogar que hoy es sólo una casa abandonada. Veo a través de sus ventanas vacías y fantaseo imaginando cómo debió ser la vida familiar en esos lugares.
Todos nos vamos, claro, es naturaleza humana seguir el camino. El pasado pisado, dicen los más jóvenes. Pero hay cierta nostalgia que me provocan los edificios habitacionales abandonados como si algo se quedara en el limbo, especialmente aquellos que están en deterioro, tal vez estimo el valor del esfuerzo y la energía que le costó a quien lo construyó, para dar un hogar y una vida digna a su familia.
Hace algunos años me visitó mi familia, a quien dimos el tradicional tour por el centro histórico de la ciudad, mientras bajábamos por la de Hidalgo (antes Camino Real) mi tía Conchita, siempre ocurrente, espetó: si yo fuera presidenta, mandaba tumbar todas estas casas viejas y mandaba hacer casas nuevas. La carcajada sonó al unísono y me dejó reflexionando: renovarse o morir, adaptarse o desaparecer. Claro, eso le parecerá una aberración a cualquier historiador de una ciudad que, como muchas del país, cada día pierde el patrimonio urbano tradicional y social y lo convierte en puntos de gentrificación para el que puede pagar por un espacio privilegiado. En pocas palabras, en las nuevas sociedades, América no es para los americanos.
Entonces ¿qué hacemos? Si la casa es el lugar que envuelve al hogar, la mesa del comedor es el corazón que une y estrecha las relaciones familiares. Seamos generosos con los nuestros, aprovechemos los momentos para volver a reunirnos en la mesa, compartir el pan y las penas, conversar sobre nuestros proyectos, temores y pasiones y reflexionemos con ellos las posibilidades brindadas por la vida, porque un día, cuando menos esperemos, la mesa y la casa habrán desaparecido.
Ana Elia Rodríguez Mendívil