2,200 millones, ¿quién decide?
Con el crédito de 2 mil 200 millones de pesos ya aprobado por la mayoría del Congreso —y con dos votos disidentes dentro de Morena que rompieron la disciplina de bancada—, el tema dejó de ser si endeudar o no al estado y pasó a uno más delicado: quién decide, cómo decide y a quién le toca. Porque cuando el dinero ya está autorizado, el verdadero poder se ejerce en la asignación de las obras. La apertura de mesas de diálogo, adelantadas por la presidenta de la JUCOPO, María Teresa Guerra Ochoa, no es un gesto menor ni casual. Es, en los hechos, un intento del Legislativo por meter mano antes de que el Ejecutivo concentre la definición de prioridades junto con los alcaldes, como estaba previsto para enero. Traducido al lenguaje político: nadie quiere llegar tarde al reparto. El argumento de la “acción afirmativa” y de la transparencia suena correcto, pero no puede ocultar el trasfondo: cada diputado buscará que el crédito pase primero por su territorio, por su región y, en algunos casos, por su cálculo electoral. Porque si algo enseña la experiencia, es que los créditos públicos rara vez se distribuyen sólo con criterios técnicos; casi siempre obedecen a equilibrios políticos.
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El precio de la disidencia
Y si en el tema del crédito el ruido está en la repartición de las obras, dentro de Morena el estruendo viene por otro frente: la disciplina interna. Juana Minerva Vázquez González y Pedro Villegas Lobo se convirtieron en las dos piedras en el frijol del grupo parlamentario guinda al votar en contra del empréstito solicitado por el gobernador Rubén Rocha, una decisión que hoy ya tiene consecuencias políticas visibles. Las declaraciones del dirigente estatal de Morena, Edgar Barraza Castillo, no son un simple llamado a la unidad ni una defensa retórica de la pluralidad. Al abrir la puerta a posibles quejas ante la Comisión Nacional de Honestidad y Justicia, el mensaje es claro: la diferencia se tolera, pero la deslealtad se castiga, sobre todo cuando el voto se interpreta como un golpe directo al Ejecutivo emanado del propio partido. Detrás del discurso de respeto a las opiniones distintas, hay una lectura que en Morena nadie ignora: el voto en contra no se leyó como un acto de conciencia legislativa, sino como una jugada adelantada rumbo al 2027. Un proyecto político que, según se comenta en los pasillos, aún no cuaja, pero que ya empieza a generar anticuerpos dentro del partido. Ahora, el balón está en la cancha nacional. Si alguien decide formalizar la queja, será la Comisión de Honestidad y Justicia la que determine si hubo falta y cuál sería el costo político para ambos diputados. Y en Morena, la historia reciente demuestra que las sanciones internas no suelen ser simbólicas.
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La coherencia pesa
Quienes hoy levantan la mano para disputar el Gobierno de Sinaloa no solo compiten contra adversarios visibles, sino contra su propia biografía política. El verdadero arranque no está en la precampaña ni en las encuestas, sino en el archivo: dónde estaban, qué decían, a quién servían y a quién atacaban cuando el poder aún parecía lejano o improbable. La antesala del llamado Tercer Piso no perdona la amnesia selectiva ni las conversiones súbitas. Las posturas de ayer —cómodas, silenciosas o francamente oportunistas— pesan más de lo que muchos quieren admitir. En un entorno de profunda desconfianza ciudadana, la coherencia dejó de ser un adorno moral para convertirse en un capital político cada vez más escaso. Sinaloa no enfrenta una disputa entre ideas nuevas, sino entre trayectorias conocidas y expedientes abiertos a la memoria pública. Y ahí está el verdadero filtro: no quién promete más, sino quién puede sostener su discurso sin contradecirse. Hoy algunos defienden lo que ayer combatían, no por convicción, sino por conveniencia. El poder no reescribe el pasado; solo lo ilumina. Quien aspire a suceder a Rubén Rocha Moya debería asumir que la carrera no se gana levantando la mano ni gritando unidad, sino resistiendo el escrutinio y sobreviviendo al ácido examen de su propio historial. Porque antes de tocar la puerta del despacho, hay que responder una pregunta incómoda: ¿qué hizo cuando no tenía nada que ganar? La congruencia pesa.
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La deuda no olvida
El crédito ya no es una discusión partidista ni una coyuntura legislativa: es un compromiso histórico. A partir de ahora, cada peso ejercido será una huella que no se borra con discursos ni con justificaciones posteriores. La deuda no distingue colores ni aspiraciones; solo distingue entre decisiones responsables y errores costosos. El verdadero examen comienza cuando pasan las votaciones, se apagan los micrófonos y se levantan las mesas. Ahí, donde ya no hay aplausos ni reflectores, es donde se sabrá si el Congreso estuvo a la altura del mandato que asumió. Porque autorizar recursos sin vigilar su destino no es gobernar; es trasladar el problema hacia adelante. No habrá margen para la simulación. Un crédito de esta magnitud no admite obras improvisadas, repartos complacientes ni proyectos diseñados para cumplir cuotas políticas. Cada desviación, cada ocurrencia y cada concesión innecesaria quedará registrada en la memoria pública y, tarde o temprano, pasará factura. Cuando llegue el momento de evaluar, ya no importará quién se disciplinó ni quién se rebeló, sino qué se hizo con el dinero. Ahí se definirá quién entendió la dimensión del momento y quién confundió el poder con la oportunidad. Porque en política todo puede olvidarse… excepto una deuda mal utilizada.